CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA FAMILIA
¿LIBERALIZACIÓN DE LA DROGA? - 7/2/1997
(con ocasión de
algunas propuestas de ley en varios países)
«Es preciso evitar la politización de
una cuestión que es profundamente humana y ética»
La opinión pública se ha visto
interpelada recientemente por algunas propuestas, presentadas en varios países,
que sugieren adoptar una legislación que controle el uso de la droga, pero
permitiendo un acceso más fácil a las drogas «ligeras». Algunas familias y
numerosos educadores e instituciones que trabajan con jóvenes han solicitado al
Consejo pontificio para la familia su posición al respecto. Después de haber
consultado a expertos de diversos países y a responsables de muchas comunidades
terapéuticas, este dicasterio presenta las siguientes
reflexiones.
La drogadicción es un fenómeno que se
difunde cada vez más. Plantea graves problemas psicológicos, sociales,
espirituales y morales. En esta nota, deseamos abordar la cuestión
principalmente desde el punto de vista del individuo y de su familia, porque no
olvidamos que «en el centro de la drogadicción se encuentra el hombre, sujeto
único e irrepetible, con su interioridad su personalidad específica» 1
.
La drogadicción ha pasado, en el decurso
de algunos decenios, de un uso relativamente limitado, reservado a una clase
social acomodada e indulgente con respecto a sí misma, a ser un fenómeno de
masas, que afecta ante todo a los jóvenes, destruyendo vidas, incumpliendo
muchas promesas, y que ningún país hasta hoy ha logrado reducir y ni siquiera
frenar. «Gran número de los que consumen droga son jóvenes, y la edad en que se
comienza es cada vez menor»2 Niños y adolescentes no dan importancia al uso de
la droga incluso en las escuelas, y sus educadores se sienten impotentes. La
droga pone en peligro el futuro mismo de nuestras sociedades. Por este motivo,
nuestra preocupación se orienta sobre todo a los jóvenes - adolescentes y
adultos - porque ellos son hoy las primeras víctimas de la
droga.
Cuando se aducen argumentos en favor o
en contra de los proyectos de ley para la legalización de las drogas «ligeras»
es preciso evitar las simplificaciones y las generalizaciones, y sobre todo la
politización de una cuestión que es profundamente humana y ética. Algunos
sostienen que el recurso moderado a algunos productos, clasificados entre las
«drogas», no implicaría ni dependencia bioquímica ni efectos secundarios sobre
el organismo. Otros dicen que sería mejor conocer y acompañar a los drogadictos,
en vez de dejarlos en la ilegalidad, tanto para poder prestarles ayuda como para
proteger a la sociedad. Sobre esa base, se argumenta en favor de la legalización
de la droga.
La ciencia y la técnica siempre han
tratado de sacar provecho de las sustancias químicas para favorecer la curación
de las patologías, para mejorar las condiciones de vida y para incrementar el
placer de la convivencia.
Los usuarios han constatado que algunas
de esas sustancias proporcionan una sensación placentera, eufórica, ansiolítica
sedante, estimulante o alucinógena. Tales «drogas» crean, al mismo tiempo,
pérdidas de la atención y una alteración del sentido de la realidad. El consumo
de tales sustancias favorece, primero, el aislamiento y, luego, la dependencia,
con el paso a productos cada vez más fuertes. En algunos casos el producto crea
una dependencia tan grande que el adicto sólo vive para
conseguirlo.
Los efectos varían según las diversas
drogas, y no se puede distinguir claramente, en el ámbito farmacológico, una
clase de «drogas ligeras» y una clase de «drogas duras». Los factores decisivos
en esta materia son la cantidad consumida, el modo de asimilación y las
eventuales asociaciones 3 . Además, todos los días llegan al mercado nuevas
drogas, con nuevos efectos y nuevos interrogantes. Por último, se debería
ensanchar razonablemente el ámbito de la drogadicción a muchas sustancias
(ansiolíticas, sedantes, antidepresivas, estimulantes) que no son consideradas
«drogas», incluidos el tabaco y el alcohol4 . En efecto, el problema no se
plantea simplemente en términos bioquímicos.
Lo que importa no es tanto la droga
cuanto los interrogantes humanos, psicológicos y existenciales, implicados en
esas conductas. Con demasiada frecuencia no se quiere comprender eso y se olvida
que la raíz de la drogadicción no estriba en el producto, sino en la persona que
llega a sentir su necesidad. Los productos pueden ser diversos, pero las razones
básicas siguen siendo las mismas. Por este motivo, la distinción entre «drogas
duras» y «drogas ligeras», lleva a un callejón sin salida.
Recurrir a la droga es síntoma de un
«malestar» profundo. Como afirma el Consejo pontificio para la familia: «La droga no entra en la vida
de una persona de forma repentina, sino como una semilla que arraiga en un
terreno preparado durante largo tiempo» 5 . Tras estos fenómenos hay una
solicitud de ayuda por parte del individuo, que permanece solo, con su vida; no
sólo siente un deseo de reconocimiento y de valoración, sino también de amor.
Por eso, ante todo es preciso remontarse a la raíz del fenómeno, si se quiere
intervenir de modo eficaz en las consecuencias personales y sociales que provoca
el uso de la droga.
El problema, efectivamente, no estriba
en la droga, sino en la enfermedad del espíritu que lleva a la droga, como
recuerda el Papa Juan Pablo II: «Es preciso reconocer que se da un nexo entre la
patología mortal causada por el abuso de drogas y una patología del espíritu,
que lleva a la persona a huir de sí misma y a buscar placeres ilusorios,
escapando de la realidad, hasta tal punto que se pierde totalmente el sentido de
la existencia personal» 6 .
En la drogadicción juvenil, estos
problemas humanos son primordiales. El joven que se deja llevar por la tentación
de la droga tiene una personalidad frágil, inmadura, poco estructurada, y eso
guarda relación directa con la educación que no ha recibido. La mayoría de los
especialistas en ciencias humanas sostiene, desde hace bastantes años, que los
jóvenes se ven abandonados por la sociedad, que no se les atiende ni respeta, y
que el ambiente no les proporciona todos los elementos sociales, culturales y
religiosos necesarios para desarrollar su personalidad.
Nos encontramos en un mundo en que al
niño se le abandona demasiado pronto a sí mismo. Se espera que despierte su
libertad y que se vuelva autónomo, mientras que, al mismo tiempo, se le hace
frágil a largo plazo, porque no se le da la posibilidad de apoyarse en los
adultos y en la sociedad para poder madurar. Al faltarles ese apoyo básico,
muchos niños llegan al umbral de la adolescencia sin una verdadera unificación o
una estructura interior. Como reacción, frente a un mundo que parece vacío,
considerando su futuro inmediato, algunos intentan, a pesar de todo, sentirse
vivos. Buscan puntos de apoyo y cultivan diversas relaciones de dependencia con
otros, con varios productos o con comportamientos
peligrosos.
Los padres de estos jóvenes se sienten,
lógicamente, preocupados y a menudo buscan ayuda cuando se enfrentan a lo que
les parece un problema grave que, como mínimo, pone en tela de juicio la
maduración psíquica, ética y espiritual de sus hijos. Un niño, al igual que un
adolescente, no tiene el sentido de los límites, especialmente en un mundo en el
que se sostiene la idea de que todo es posible y que cada uno puede hacer lo que
quiera. Los padres tratan de enseñar a sus hijos lo que se puede hacer y lo que
no se ha de hacer, lo que está bien y lo que está mal. Con frecuencia tienen la
impresión de que su actitud
educativa queda debilitada e incluso devaluada por las ideas y las
imágenes que circulan en la sociedad.
En consecuencia, los padres se sienten a
menudo derrotados ante sus hijos, vencidos por algo que, lamentablemente, les
parece más fuerte que ellos en el ámbito de los medios de comunicación social.
Están inquietos porque no se sienten apoyados por la sociedad. No quieren que
sus hijos se droguen, mientras otros se empeñan por lograr que se legalice la
venta y el uso de productos que favorecen la drogadicción.
Ante esta escalada de discursos
favorables a la legalización, es preciso plantearse los verdaderos
interrogantes. Se han hecho muchos intentos en ese sentido y todos han resultado
fracasos. ¿Se sabe de verdad por qué convendria legalizar la libre circulación
de las drogas? ¿Se quiere también, realmente, seguir luchando contra la droga o
ya se ha arrojado la toalla? ¿Se cede a la facilidad y a la demagogia o se trata
seriamente de prevenir? ¿Es aceptable crear una sub-clase de seres humanos
vivos, en un nivel infrahumano, como se ve, por desgracia, en las ciudades donde
la droga se vende libremente? ¿Se ha tenido suficientemente en cuenta lo que los
expertos no dejan de decir desde hace muchos años, esto es, que la drogadicción
no depende de la droga, sino de lo que lleva a un individuo a drogarse? ¿Se
ha olvidado que, para vivir, cada
uno debe poder responder a algunos interrogantes esenciales de la existencia?
¿La legalización del producto no servirá, más bien, para reforzar ese
olvido?
Dado que la drogadicción juvenil depende
de una debilidad de nuestro sistema educativo, no se ve cómo la legalización de estos productos puede
favorecer un mejor control de los mismos por parte de los jóvenes y, sobre todo,
cómo les puede ayudar a comprender lo que buscan a través de estas
sustancias.
La legalización de las drogas conlleva
el riesgo de efectos opuestos a los que se buscan. En efecto, se admite
fácilmente que lo que es legal es normal y, por tanto, moral. Cuando se legaliza
la droga, lo que queda liberalizado no es el producto; lo que se convalida son
las razones que llevan a consumir ese producto. Ahora bien, nadie puede discutir
que drogarse es un mal. La droga adquirida ilegalmente o distribuida por el
Estado, siempre contribuye a la destrucción del hombre.
Por lo demás, desde el momento en que la
ley reconociera este comportamiento como normal, podríamos preguntarnos cómo
actuarían las autoridades públicas para afrontar el deber de educación y de
curación de las personas ante los riesgos que esa legislación implicaría.
Estamos ante una nueva contradicción del mundo actual, que quita importancia a
ese fenómeno y trata, luego, de solucionar sus consecuencias negativas.
También se deben considerar las
implicaciones sociales de esa legalización. ¿Se examinarán sin miedo el
desarrollo de la criminalidad, de las enfermedades relacionadas con la
dependencia, y el aumento de los accidentes de circulación, que derivarán del
fácil acceso a las drogas? ¿Se puede confiar profesionalmente en personas drogadictas? ¿Se les debe
garantizar la seguridad de su empleo? Además, ¿el Estado tiene realmente los
medios económicos y de personal para afrontar el incremento del problema
sanitario que conllevaría inevitablemente la liberalización de la
droga?
Frente a estos interrogantes, el Estado
tiene ante todo el deber de velar por el bien común. Éste exige que proteja los
derechos, la estabilidad y la unidad de la familia. La droga, al destruir al
joven, destruye la familia, tanto la actual como la del futuro. Ahora bien, si
esta célula vital y primordial de la sociedad se encuentra amenazada, es el
conjunto de la sociedad el que sufre. Por lo demás, como subraya el Consejo
pontificio para la familia, la drogadicción es en parte, la razón de la
debilitación de la familia, de la rotura de los hogares 7 : «La experiencia de
los que trabajan con especial competencia en el mundo de la drogadicción (...)
confirma de modo unánime que el modelo» de la familia fundada en el «amor
auténtico: único fiel, indisoluble de los cónyuges (...), sigue siendo punto de
referencia prioritario en el que se ha de insistir en toda acción de prevención,
recuperación y reactivación de la vitalidad del individuo»8
.
Asegurando así el bien común, el Estado
tiene también como tarea velar por el bienestar de los
ciudadanos.
La ayuda del Estado a los ciudadanos
debe responder al principio de la equidad y de la subsidiariedad, es decir, ante
todo debe proteger, aunque sólo sea contra sí mismo, al más débil y pobre de la
sociedad. Por tanto, no tiene el derecho de incumplir su deber de defensa frente
a los que aún no han tenido acceso a la madurez y que son víctimas potenciales
de la droga. Además, si el Estado adopta o mantiene una postura coherente y
valiente con respecto a la droga, combatiéndola sea cual sea su naturaleza, esta
actitud ayudará también a la lucha contra los abusos del alcohol y del
tabaco.
La Iglesia quiere recordar las
implicaciones de este fenómeno. Subraya el hecho de que, en la perspectiva de
una legalización de la venta y del uso de los productos que favorecen la
drogadicción, lo que está en juego es el destino de las personas. Algunos
acortarán su vida, mientras que otros, tal vez sin caer en la dependencia
propiamente dicha, echarán a perder sus años juveniles sin desarrollar realmente
sus potencialidades. No se debe hacer experiencia a costa de la gente. El
comportamiento que lleva a la drogadicción no tiene ninguna posibilidad de
corregirse si los productos que refuerzan ese comportamiento mismo son puestos a
la venta libremente. Al contrario, como ha dicho el Santo Padre 9 , «se ha
probado concretamente la posibilidad de recuperación y redención de la pesada
esclavitud» de la droga con métodos basados en la acogida, la valoración, la
educación en la libertad, el amor, «y es significativo que esto se haya
conseguido con métodos que excluyen rigurosamente cualquier concesión de drogas,
legales o ilegales», sea que se trate de la droga misma o de un sucedáneo. Y el
Papa Juan Pablo II añadía: «La droga no se vence con la droga».
Se pueden tomar diversas actitudes ante
el problema de la droga, y todas tienen su justificación. Sin embargo, a una
política de simple «limitación» o «reducción» de los daños, admitiendo como un
hecho de civilización que una parte de la población se drogue y vaya hacia su
perdición, ¿no sería preferible optar por una política de verdadera prevención,
encaminada a construir - o a reconstruir - una «cultura de la vida» en esta
«marginación» de nuestra civilización de la eficacia?